martes, 24 de febrero de 2015

Si tú quieres...


Hoy partiré de la historia de un amigo al que quiero poner como un ejemplo a seguir en una cuestión esencial. No es perfecto, al igual que ningún ser humano, y de la misma manera en que tampoco lo es ni de lejos el que escribe estas líneas. Pero cuando algo se hace bien, o muy bien, hay que resaltarlo: “Al que honra, honra” (Romanos 13:7). El propósito principal y que me motiva a contarlo es que otros aprendan de este caso.   
Alguna vez se lo he dicho, pero lo repetiré para el que no sepa a qué me refiero: lo admiro por lo que hizo en el pasado. Me causa mucho respeto cómo actuó. Y esa valoración que hago de él está motivada porque, cuando era muy joven –apenas un adolescente, y sin que nadie le dijera nada, tomó una decisión valiente en una situación muy delicada. Contempló en primera persona una serie de graves errores en la congregación de la que formaba parte y decidió no ser partícipe ni un día más de todo aquello. Le tembló el cuerpo pero no su corazón a la hora de tomar tal determinación. Como si le hubieran dado una bofetada en su alma, despertó de un sueño del que ni siquiera era consciente que estaba sumido. El precio que tuvo que pagar fue terrible y lleno de dolor: sus amigos le dieron la espalda –e incluso algunos de ellos se volvieron en su contra, acusándole de ser “cómplice de la obra de las tinieblas”. De servir en la iglesia local a encontrarse perdido y sin saber a dónde ir. En definitiva, su vida se tambaleó por completo. Trataron de amedrentarlo pero no lo lograron. No es el único caso que conozco, pero sí el que más me llama la atención por la edad que él tenía por entonces, y que demuestra su valentía.
El tiempo me ha demostrado que no fue algo pasajero porque ha permanecido fiel a la verdad. No perdió la nobleza y rehizo su vida poco a poco, tomando un nuevo rumbo. Con el tiempo, la alegría genuina volvió a anidar en su corazón. Ha hecho nuevas amistades y tiene una buena novia cristiana, y ojalá sean el uno para el otro (y sabe de sobra qué quiero para comer el día que se case...). Me alegro de todo esto porque sé que lo pasó bastante mal en su momento, aunque lo disimulara a su manera. Y por supuesto, ha conservado la buena vista y el juicio crítico de lo que no es acorde a las Escrituras. Mi deseo para él es que siga creciendo, no en altura física (que ya es alto como la Torre Eiffel), sino en talla espiritual, y que siga aprendiendo en todos los aspectos: emocional, sentimental e intelectualmente.
Algunos de los que han pasado por situaciones iguales o parecidas (o han sufrido algún tipo de herida en sus vidas), han terminado amargados. Otros, la inmensa mayoría, perdidos, renegando en forma pasiva de Dios y a años luz de Él, convirtiéndole en un recuerdo lejano, y adoptando el estilo de vida y la ética de la sociedad que nos rodea, donde el remordimiento y la culpa por el pecado ha terminado por desaparecer de sus conciencias. Muchas veces me pregunto en qué creyeron realmente. ¿Creían en el mismo Jesús que resucitó de entre los muertos o lo tenían como una figura religiosa al que le cantaban coritos? ¿Nacieron de nuevo o fue todo una ilusión pasajera? ¿Sus vidas estaban afirmadas verdaderamente sobre la Roca, Cristo mismo, o todo se desmoró cuando vino la tormenta porque sus casas estaban asentadas sobre la arena? ¿Sintieron realmente el agua viva que el Señor prometió que correría en todos aquellos que creyeran en Él? Si fue así, ¿por qué la cambiaron por el agua que vuelve a dar sed y nunca sacia, como es este mundo? ¿Tan mal se sentían consigo mismos que buscaron fuera de Dios sentirse valorados por otras personas, cuando en Él está todo lo que necesitaban? ¿Renovaron sus mentes acorde a Romanos 12:2 y transformaron sus pensamientos por los de Dios? ¿Dónde quedó para ellos la pregunta retórica que Pedro le hizo a Jesús: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (cf. Juan 6:68)? ¿Rebelión? ¿Mal uso de la libertad que poseen? Únicamente Dios y ellos saben las respuestas a todas estas preguntas.

Lo que me ha enseñado la vida
Esto que he contado afecta a todos por igual. Como he dicho en más de una ocasión, las actividades “eclesiales” no nos protegen de nuestras propias decisiones cuando no son conformes a la voluntad de Dios. Tocar en un coro, predicar, tener un ministerio, ir a diez mil cultos anuales, participar en vigilias y en campañas de evangelismo, ofrendar hasta el riñón, ser maestro de escuela dominical y todo lo que nos podamos imaginar, no protege a nadie de la posibilidad de caer en el pecado y contaminarse por él.  
¿Qué me ha enseñado la vida como cristiano en este aspecto? Que, “si quiere”, la persona seguirá a Dios hasta el fin de sus días, SIN NECESIDAD DE QUE NADIE LE DIGA NADA, o digan lo que digan los demás, como el amigo al que he citado. Pasará por todo tipo de experiencias. En algunos de estos momentos, su rostro se llenará de lágrimas porque la desgracia y el dolor llamarán a su puerta, y en otros se sentirá contento porque todo marchará como desea. Pero, pase lo que pase y se sienta como se sienta, será fiel hasta la muerte. Y, de igual manera, “si quiere”, se alejará de Dios en el momento en que lo decida, SIN NECESIDAD DE QUE NADIE LE DIGA NADA, o digan lo que digan los demás. En ocasiones, será de manera abrupta. Pero en la mayoría de las ocasiones será tras deslizarse paulatinamente. Llegará un momento en que decidirá hacer su propia vida y dejará todo lo demás atrás. En lugar de buscar reactivar el calor de la forma correcta, como Dios enseña de mil maneras en Su Palabra, buscará hacerlo de otras formas. Ahí se perderá entre la multitud y nadie podrá evitarlo.
Con las “crisis” personales sucede exactamente igual. En japonés, dicha palabra está formada por los caracteres “peligro” y “oportunidad”. Ante una crisis, podemos reaccionar de dos maneras: acercándonos más a Dios (una “oportunidad” de comenzar de nuevo y de rehacer nuestra vida conforme a Su voluntad), o alejándonos de Él (el verdadero “peligro”).
¿Qué quiero decir con todo esto? Que la última palabra la tiene la persona. Depende de ella qué vía del tren tomar. De ahí los dos caminos que Dios mismo presenta: “Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición” (Deuteronomio 30:19). Y su consejo es contundente: “Escoge, pues, la vida”.
Así que está claro que el que quiere hacer la voluntad de Dios, la hará; y el que no quiera hacer la voluntad de Dios, no la hará. Tan sencillo como eso. Siempre tendrá las dos opciones en todo: Si quiere mentir, mentirá; si quiere decir la verdad, dirá la verdad. Si quiere guardar su cuerpo para el matrimonio, lo guardará; si quiere tener relaciones antes o fuera del mismo, las tendrá. Si quiere unirse en yugo desigual, se unirá. Si quiere odiar a los que le odian, los odiará; si quiere orar por sus enemigos, orará. Si quiere emborracharse, se emborrachará; si quiere compartarse de manera íntegra, así será. Si quiere usar todo su tiempo libre para la ociosidad, encontrará la manera de hacerlo; si quiere dedicar buena parte de ese tiempo a servir a Dios en algún área, sabrá qué hacer. Si quiere ser bondadoso, lo será; si no quiere serlo, no lo será. Si quiere la aprobación de Dios, buscará que así sea; si anhela la aprobación del hombre, buscará cumplir ese objetivo. Si quiere ser humilde, lo será; si quiere ser prepotente, lo será. Si quiere usar su lengua de manera obscena, así la usará; si quiere usarla para bendecir, así la usará. Si quiere alimentar su naturaleza caída, la alimentará; si quiere que su nueva naturaleza crezca, crecerá: “La fama de dos perros de raza se había extendido por todo el circuito de carreras. Eran imbatibles. Pero lo que más llamaba la atención era que el dueño siempre sabía quién iba a vencer de los dos. Por esto ganaba cuando apostaba. Nadie conocía su secreto, hasta que en su lecho de muerte confesó: La noche anterior, a uno le alimentaba mejor que al otro”. Cada persona decide qué parte de su ser alimentar. Ni siquiera Dios “impone” su amor al que no quiere.
Aquí no hablamos de niños a los que hay que tomar de la mano para cruzar la calle o de decidir entre ir al Mcdonals o al Burger King, sino de personas adultas que toman decisiones que afectan a su vida presente y a la eternidad. Es cierto que en el Nuevo Testamento nos encontramos exhortaciones repetitivas porque son necesarias que nos sean recordadas. Pero hay pastores, predicadores y hermanos en general, que enferman y se hacen daño a sí mismos al esforzarse hasta la extenuación por ayudar a aquellos que no quieren cambiar porque ya han tomado la decisión de seguir otro camino. A estos que se desgañitan y se dejan las entrañas, pensando que sus palabras harán entrar en razón al que “no quiere”, y que se llenan de lágrimas y ansiedad esperando que algunos no se aparten del Señor, deberían exponer sencillamente el argumento que presentó Elías ante todo Israel: Y acercándose Elías a todo el pueblo, dijo: ¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió palabra” (1 Reyes 18:21). Elías confrontó a cientos de miles de personas. Y el silencio que se hizo fue sepulcral. Se debatían entre una travesía y otra. O más bien, tenían un pie en cada lado. Este profeta presentó los dos caminos, pero dejó que fueran sus oyentes los que tomaran la decisión sobre cuál tomar: el de Dios o el del mundo. Y ya sabemos que es “espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mateo 7:13) y “angosto el camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14).

La pregunta y los dos caminos
¿Qué es doloroso ver a una persona que se aleja de Dios? Muchísimo. Puedo decir sin duda alguna que es uno de las tristezas más desgarradores que puedo experimentar. Me rompe el alma. Entiendo el sentir de Jesús, que lloró por Jerusalén recordando cuántos profetas habían sido enviados para que se arrepintieran, pero ellos no quisieron hacerlo (cf. Mateo 23:37). Aunque me gustaría, no está en mí tomar la decisión por nadie. El Señor mismo le preguntó a un ciego: “¿Qué quieres que te haga?” (Lucas 16:41). El invidente quizá pensó por un instante cuán absurda era la interrogante que le acababan de plantear. Quizá pensó: “¿Pero no es evidente? Voy a ti porque haces milagros, me ves ciego y, aún así, me preguntas qué quiero”. Pues sí, esa fue la cuestión que le planteó Jesús. ¿Por qué? Porque la respuesta daría a conocer lo que había en el corazón de este hombre incapacitado. Podría haberle pedido una limosna. Podría haberle pedido unas monedas. Podría haberle pedido un poco de comida. Pero no: imploró por misericordia y porque su vida fuera cambiada; en este caso concreto, recibiendo la vista. Un nuevo comienzo. Una segunda oportunidad. Su respuesta dejó patente el clamor de su alma. Y Jesús hizo el milagro. ¿La consecuencia?: Se sentía tan agredecido que “le seguía, glorificando a Dios” (Lucas 18:43).
El Creador del universo nos hace a cada uno de nosotros la misma pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Y buena parte de la respuesta depende de qué camino queramos tomar. Uno de ellos proporciona todo tipo de placeres hedonistas, sensoriales, emocionales, sentimentales, etc. Posiblemente, buena parte de este camino no sea radical (borracheras, sexo desenfrenado, drogas, etc), al estilo del “hijo pródigo”, pero conduce igualmente lejos de Dios cuando no se tiene en cuenta Su voluntad y se hace la propia, ya que nada gira en torno a Él. Quien toma este camino, se acomoda y se adapta a los nuevos amigos, a los nuevos temas de conversación, al nuevo ambiente y al nuevo ocio. Como la persona termina disfrutando de esa vida y no le hace daño a nadie, le será muy difícil cambiar su rumbo a menos que recapacite profundamente. Puede que experimente cierta sensación de felicidad, pero nunca sentirá la plenitud, puesto que únicamente es Dios quien la proporciona. Por eso, muchos buscan cada cierto tiempo algo nuevo (nuevas actividades, nuevas relaciones humanas, nuevas diversiones y aficiones, etc.), creyendo que algún día encontrarán esa fórmula mágica que les hará sentir plenos. Así hasta que sus días lleguen a su fin.
El otro camino, aunque no es un camino de rosas en este mundo, proporciona un nuevo propósito en la vida y un enfoque extraordinario a la existencia, paz como resultado de la obra de Cristo en la cruz, un gozo que no depende de las circunstancias ni de las emociones, el amor de Dios que nunca falla (a diferencia del hombre), ofreciendo consuelo y fortaleza en las tormentas, junto a multitud de promesas eternas que la otra senda no puede ofrecer, ya que su final es muy diferente. Y ese camino tiene nombre propio: Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
Ahora depende de ti. ¿Qué camino escogerás? Uno u otro; no hay más. Recuerda: Si tú quieres...

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