lunes, 6 de abril de 2015

Mi historia: Buscando el sentido a la existencia


Cuando por primera vez tuve la idea de este blog, busqué los consejos de otros blogeros en la red sobre cómo llegar al mayor número de personas. Todos ellos tenían un punto en común: señalaban la importancia de describirse a uno mismo para llamar la atención sobre el lector. Sinceramente, nunca me ha atraído esa idea. Aunque en mis artículos intercalo opiniones con mis propias experiencias (lo que le aporta vida y un toque personal al contenido), no me suele gustar que las crónicas giren en torno a mí. Aunque para algunos pueda sonar extraño, ni siquiera me gustan los libros biográficos. Quizá algún día me aficione a ellos, pero a día de hoy no es el caso. Valoro conocer aspectos de la vida de figuras destacadas porque me aportan riqueza, y en algunos casos son ejemplos a seguir, pero reconozco que los detalles exhaustivos terminan por cansarme. Soy de los que piensa que, cuando uno escribe, “lo importante no es el cartero sino la carta”. Quién es el cartero es lo de menos; lo que debe destacar es el contenido. Si pudiera, publicaría mis libros con un simple “Anónimo”. Mientras más desapercibido paso, más cómodo me siento; por eso estas líneas han permanecido mucho tiempo en el baúl de los recuerdos.
Hoy voy a hacer una excepción a mi propia regla para narrar mi testimonio, sin abundar en detalles anexos a la historia principal; así seré lo menos pesado posible. Lo haré únicamente porque soy consciente de que puede que a algunas personas les sirva en sus vidas en el momento más inesperado del futuro. Aunque describo algunos buenos recuerdos, el deseo que manifiesto no es la vanagloria personal, sino mostrar lo que Dios ha hecho en mí, y a pesar de . No cambiaría eso por ningún triunfo personal. De ahí que me sienta identificado con las palabras de Pablo: “Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).

Un pasado lejano
En mi habitación reposa un marco de madera con una cantidad considerable de medallas y trofeos de mi etapa juvenil. Más de la mitad de esos premios fueron logrados a título individual, tanto en Balonmano como en Baloncesto. Durante aquel largo trayecto de mi vida, destaqué generalmente en los deportes. Mi motivación era superarme cada día y ser mejor que el contrario. Lo que me llenaba realmente no era tanto ganar, sino deleitarme a la hora de imprimir espectacularidad a mis acciones si la ocasión lo permitía, aunque algunos lo entendieran como presunción. Esos segundos eran gloriosos en mi interior. En general, fuímos muchos años campeones de nuestra ciudad y competíamos a nivel provincial al más alto nivel.
Un error personal, fruto de la inmadurez de la edad, residía en que el valor que me concedía a mí mismo dependía casi en exclusiva de mis éxitos deportivos. Era lo que me llenaba, y pensé que ese podría ser mi futuro –aunque ya nunca sabré si tenía nivel suficiente para lograrlo. Pero conforme iba pasando el tiempo, el deseo iba muriendo en mí por una pregunta que me hacía insistentemente en mi interior y que jamás me atreví a planteársela a nadie. Seguía en mi equipo, pero por rutina y porque se me daba bien; nada más. Para mí ya no tenía ningún significado. Tras un primer amago, terminé por renunciar años después, aunque nunca expliqué los verdaderos motivos. ¡A saber qué hubieran pensado! Todavía recuerdo aquella mañana en que le devolví mi equipación a mi antiguo y querido entrenador. Nada de aquello me llenaba y todo me hacía sentir vacío.
En los estudios mis notas eran las justas para aprobar y pasar de curso. Me costaba la misma vida concentrarme en estudiar, por la sencilla razón de que tampoco sentía ninguna motivación de cara al futuro. Había “algo” que me estaba torturando en mi interior y me iba hundiendo el ánimo progresivamente.  Entre los 15 y los 18 años, lo habitual suele ser mirar la vida con expectativas y pensar en las mismas cuestiones que todo el mundo se plantea, como qué estudiaría o dónde trabajaría, pero ese no era mi caso. El “plan”  (casarse y formar una familia, que se supone que está establecido para todos los seres humanos), tampoco me decía nada por aquel entonces. En aquella sociedad, mucho más inocente que la actual, las diversiones que disfrutábamos eran sanísimas: ver alguna película en el cine o en casa de algún amigo; celebrar con mi padre los goles del Real Madrid y de la selección española; reirme con series como “Médico de Familia” o “Farmacia de Guardia”; ir a la piscina del Hotel Cristina para bañarme; jugar al fútbol, al tenis y al ping-pong; pasar la tarde de los sábados en la casa de un amigo vecino; salir con la pandilla del colegio por el centro de la ciudad para charlar y tomarnos unos gigantescos “polo flash” de “cinco duros”; ir una vez al año a Madrid a visitar a mis hermanos –donde pasear por la Gran Vía y comer en el Mcdonals era lo máximo-, etc. Ni ordenadores, ni teléfonos móviles, ni redes sociales, ni tablets. Nada de eso existía. Pura sencillez y todos tan felices. Pero, aún siendo todo magnífico: ¿A eso se limitaba todo?, me preguntaba sin cesar.

Buscando el sentido
Posiblemente conozcas el libro “El hombre en busca de sentido”, del famoso psiquiatra Viktor E. Frankl (Viena, 1905-1997), el típico manuscrito que te obligan a leer en plena adolescencia y te aburre sin remedio, porque plantea temas que no suelen interesar a esas edades. Pero, tras releerlo y disfrutarlo años después, descubrí qué era exactamente lo que me ocurría y, por fin, pude ponerle palabras a mis inquietudes. Durante la 2ª Guerra Mundial, Viktor fue preso en el campo de concentración de Auschwitz, mientras que toda su familia era exterminada en el campo de Theresienstadt, cerca de Praga. No podemos imaginarnos el horror que describe: dormía junto a nueve hombres sobre tablones de 2x2,5 metros usando los zapatos como almohadas. Solo podían tenderse de costado, apretujados y amontonados en habitaciones llenas de bichos. La ingesta diaría de comida se resumía a menos de 300 gramos de pan y 1 litro de sopa aguada. No podían lavarse durante muchos días y llevaban la misma camisa durante medio año. Muchos morían de tifus o de pura desnutrición.
Todo esto les aconteció a nivel físico y externo. Pero la peor tortura era la interna. Viktor llamaba a ese estado del alma “la muerte emocional”. Él observó que, llegado a ese extremo, había dos clases de personas: por un lado, aquellos que se volvían apáticos, porque perdían las ganas de seguir luchando, al no encontrarle ningún sentido a la vida: “Un camarada, una vez perdida la voluntad de vivir, rara vez se recobraba”; y por otro, aquellos que seguían adelante, porque para ellos la vida sí tenía sentido, por diversos motivos (normalmente, la esperanza de que sus seres queridos también sobrevivieran).
Ahí estaba buena parte de la clave a la pregunta que me martirizó por años y que me llevó a una especie de “muerte emocional”. Para Viktor la pregunta era: ¿Tiene la vida sentido? Su interrogante venía a confirmar las palabras del filósofo alemán Nietzsche (1844-1900): “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo”. La vida casi siempre tiene un porqué que hace que merezca la pena vivirla: disfrutar de sanos placeres, los amigos, el matrimonio, los hijos, ser parte de algún bien altruista, mejorar la sociedad en pequeños detalles, la consecución de metas, etc. Así lo enseñó este psiquiatra el resto de sus días de forma admirable tras ser liberado cuatro años después por el ejército norteamericano.
En mi caso, podría haber encontrado ese sentido en los deportes, en las amistades o en los logros personales que me marcara el resto de mis días. Pero mi pregunta, la que me torturó durante años, iba más allá: ¿Tiene la existencia sentido? La pregunta de Viktor abarca los 40, 50, 70 ó 90 años que vivimos en este mundo. Mi dilema, que para mí era mi propio “campo de concentración” (del cual ningún ejército podía liberarme), englobaba tanto esta vida (un período de tiempo limitado), como el “después”. Si la vida tiene un punto y final, donde todo acaba en la nada más absoluta, la mera existencia es un absurdo infinito. La simple idea me abrumaba y producía vértigo en mi alma. En definitiva, aunque tuviera un porqué para vivir, si no había un después, un motivo real a la existencia, lo primero no me interesaba en absoluto.
No he conocido a muchas personas que busquen seriamente respuesta a esta cuestión. Por eso la inmensa mayoría evita hablar seriamente sobre la muerte, o se dedican a vivir el día a día al máximo de todos los placeres a su alcance, tanto materiales como hedonistas, sean beneficiosos o perjudiciales. Ni más ni menos, es la manera que usan para acallar esa vocecita en sus conciencias que trata de recordarles esa soledad existencial que experimentan cuando están sin nadie más alrededor. Por eso tienen esa imperiosa necesidad de estar conectados con el mayor número de personas en todo tiempo y en todo lugar, sea con la presencia física o por medio de los dispositivos móviles y las redes sociales. Ese es el miedo “a la nada absoluta”. Desean gritar a los cuatro vientos que “existen” y que son parte de un todo.
Hasta que no encontré la respuesta a mi pregunta a los 23 años, caí en lo que se conoce como “depresión existencial”. Este estado lo disimulé de la mejor manera posible, lo cual no tiene nada de sano ni para el cuerpo ni para el alma. De ahí que lo mejor del día era cuando estaba durmiendo. Era la forma ideal para no-pensar en esa cuestión y evadirme de todo sentimiento amargo.

Hallando al Invisible
Quienes me conocen desde la infancia podrían alegar –y con razón-, que no entienden cómo esa duda me carcomía, porque me crié en un colegio donde se profesaba intensamente la fe en Dios, y más siendo yo católico practicante (de confesarme con el cura, misa semanal, etc.). Se supone que la religión respondía a mi pregunta: existía un “después”, e iría al cielo si era digno por las obras que hiciera en esta vida, o al infierno si moría sin confesión estando en pecado mortal. Yo me conformaba con ir al purgatorio, lugar que, según el catolicismo romano, es de “purificación” para aquellos que aún no están preparados para ir al cielo. La realidad es que nada de esto me provocaba seguridad alguna. Lo había aceptado sin más desde que era un crío porque era lo que me habían enseñado. Pero cuando reflexionaba sobre el tema, no lo veía nada claro. Dios –en el caso de que existiera-, me parecía alguien muy lejano, indiferente ante los problemas humanos y mis dilemas existenciales. La imagen que tenía de Él era la de una especie de sheriff, con la escopeta siempre cargada esperando a que yo fallara para fusilarme. Llegó un momento en que ya no sabía si creer o no, por lo que dejé de “practicar” a los 20 años. No podía seguir viviendo en un farsa para guardar la imagen, porque me sentía un hipócrita.
Por entonces, recuerdo que una mañana de primavera me fuí a una de las playas de mi ciudad. Allí me senté en la arena durante horas, con mi mirada perdida en el horizonte. En mi mente, me lancé al vacío, dando una especie de paso de fe, y le dije a ese supuesto ser invisible: “Creo que estás ahí, que existes, pero necesito que me lo demuestres y que me hables de alguna manera”. Silencio total. Ni en aquel momento ni en los años posteriores ocurrió absolutamente nada... Y así saltamos en el tiempo hasta finales del año 1999. Seguramente recordarás que en tal fecha hubo una especie de psicosis mundial donde muchos avispados vaticinaban el fin del mundo a raíz del llamado “efecto 2000”, donde la tecnología se colapsaría en todo el planeta, llevándonos de nuevo a la Edad Media. Ante tal situación, un periódico nacional publicó un reportaje de todos los libros que se habían publicado en los últimos años sobre el tema. Entre todos ellos, me llamó la atención una novela titulada “Dejados Atrás”, de Tim Lahaye y Jerry Jenkins, que se habia convertido en todo un best-seller en Estados Unidos, y que trataba sobre la persecución a los cristianos tras una catástrofe mundial. Como gran aficionado a la literatura fantástica, le pedí a mi hermano que, si algún día lo publicaban en España, me lo consiguiera... Y así avanzamos nuevamente hasta el 6 de Junio de 2000. Cuando ya ni me acordaba, el libro cayó en mi poder. Tres días después llegué a la página 150. Esto decía el párrafo que cambió mi vida para siempre:  
“Primero, tenemos que vernos como Dios nos ve. La Biblia dice que todos hemos pecados, que no hay nadie justo, ni siquiera uno. También dice que no podemos salvarnos a nosotros mismos. Mucha gente pensaba que se podían ganar su camino a Dios o al cielo haciendo cosas buenas pero, probablemente, eso sea el malentendido más grande que hay. Pregúntele a cualquiera en la calle qué piensan que dice la Biblia o la iglesia sobre eso de irse al cielo y nueve de cada diez dirán que tiene algo que ver con hacer el bien y vivir bien. Tenemos que hacer eso por supuesto pero no para que nos ganemos la salvación. Tenemos que hacer eso como respuesta a nuestra salvación. La Biblia dice que no es por obras de justicia que hayamos hecho sino por Su gracia que Dios nos salvó. También dice que somos salvados por gracia por medio de Cristo, no por obras, para que no podamos jactarnos de nuestra bondad. Jesús llevó nuestros pecados y pagó el castigo por ellos para que nosotros no tuviéramos que hacerlo. El pago es la muerte y Él murió en nuestro lugar porque nos amaba. Cuando decimos a Cristo que nos reconocemos como pecadores y perdidos y que recibimos su regalo de salvación, Él nos salva. Hay un traslado que ocurre. Vamos de las tinieblas a la luz, de ser perdidos a ser encontrados; somos salvos. La Biblia dice que a los que le recibieron, Él les da el poder de llegar a ser hijos de Dios. Jesús es eso: el Hijo de Dios. Cuando llegamos a ser hijos de Dios, tenemos lo que tiene Jesús; una relación con Dios, la vida eterna y debido a que Jesús pagó nuestro castigo, tenemos también el perdón de nuestros pecados”.
Aquella madrugada, en la soledad y en el silencio de mi habitación, Dios me contestó tras largos años de espera, desesperación y búsqueda. La existencia cobró pleno sentido. Aquellas palabras, como pude comprobar a posteriori, concordaban plenamente con lo que se revela con total claridad en la Biblia, aunque nunca antes las había oído y nadie me las había mostrado. Las creí por completo. Por eso no paraba de repetir: “Lo creo, lo creo, lo creo”. Allí no hubo rayos ni truenos. No tuve una teofanía ni nada fuera de lo normal. Pero jamás podré olvidar cómo me sentía a la mañana siguiente cuando me levanté: en completa PAZ. Por fin pude entender la razón de mi existencia. Todo cobró sentido. La certidumbre en mi alma era total y nunca nadie ni nada podrá robarme mi testimonio. Como dijo hace poco mi hermano Antonio Vega: “No hay día más grande para la persona que cuando conoce al Señor”.
Saber quién es realmente, qué piensa y siente por los seres humanos, cómo nos ama, la manera en que Dios mismo se hizo hombre y se encarnó en Jesucristo, lo que hizo realmente en aquella cruz, cómo nos consuela con sus promesas eternas, conocerle en profundidad y caminar con Él según su voluntad, es la aventura más grande que el ser humano puede experimentar. Las palabras escritas por Agustín de Hipona en su libro Confesiones son completamente reales: “Nos hiciste para ti, y nuestro corazón no halla descanso hasta no estar en ti”.

Desde entonces han pasado multitud de acontecimientos en mi vida y de muy diversos colores: alegrías, tristezas, lágrimas, sonrisas, sueños cumplidos, desilusiones, errores, aciertos, circunstancias tormentosas y otras soleadas. Todas esas “aventuras” exceden al propósito de este escrito. La vida sigue su curso, con altibajos y sabores agridulces, pero la perspectiva y el enfoque que reside en mí es completamente diferente en todo los aspectos de la vida. Y, como dice Paul Tournier, “desde entonces, Jesucristo se ha convertido en mi compañero invisible de cada día, el testigo de todos mis triunfos y fracasos, el confidente de mis penas y alegrías”[1].
Deseo que seas de los que ya ha encontrado el verdadero “sentido a la existencia” en el único Dios verdadero, el Dios Invisible que se hizo Visible en Jesucristo, y que no es católico ni protestante. Pero, si no es así (sea porque vives una religión, una espiritualidad ritualista, porque crees que haciendo cosas buenas es suficiente, porque dudas de todo, porque eres agnóstico o ateo, etc.), te aliento a que inicies la búsqueda, aunque dure años. Jesús dijo que todo el que busca, halla (cf. Mateo 7:8). Él saldrá a tu encuentro, te hablará en el momento más inesperado y de la manera adecuada para ti. No puedo realmente explicarlo con palabras porque hay que experimentarlo en las propias carnes. Pero, cuando llegue el momento, lo sabrás sin ningún género de dudas. Por eso quiero terminar nuevamente con las palabras de Paul Tournier:  “El encuentro de conocer al Dios vivo es el mayor acontecimiento humano posible: la experiencia humana por excelencia. Las circunstancias y formas de este encuentro pueden ser infinitamente variadas. Siempre llega como una sorpresa de forma que la convicción es ineludible, de que es la obra de Dios, el resultado de Su iniciativa directa [...] Sin importar a qué edad este suceso ocurra, el encuentro personal con Dios constituye el gran acontecimiento de la existencia”[2].


[1] Tournier, Paul. El sentido de la vida. Clie. P. 53-54.
[2] Ibid.

3 comentarios:

  1. Buenas noches Jesus,

    Primero he de darte mi mas sincera enhorabuena, ya que si bien no comparto prácticamente ninguna de las ideas que expones si que es una gozada poder leerlas y reflexionarlas. He estado por escribir en multitud de ocasiones pero siempre he tenido que refrenarme ya que no creo que sea el lugar mas idóneo para tener un cruce de ideas que en la mayoría de los casos y al estar tan enfrentadas no llegarían a buen puerto, es mas de hecho creo que no llegarían a ninguna puerto (realmente soy de la opinion de que de cualquier conversación, por muy agria que pudiera llegar a ser siempre se puede sacar algo positivo).

    Este caso que expones es una vivencia personal y solo por ello total y absolutamente valida y respetable por lo que no voy a entrar en ella, aunque en esa juventud que comentas hayamos compartido mas de una tarde de cine en casa de los amigos. Donde si me vas a permitir que entre es en el corolario final, no se si lo he entendido bien o no, quizás no, pero me da la impresión de que si eres un pobre infeliz que por circunstancias no has podido disfrutar del Dios verdadero, sea porque hayas nacido en Kandahar en el seno de una familia taliban o sea porque nunca hayas salido de una isla mínima de la micronesia animista no podrás disfrutar de la salvación eterna... No se, me quedan dudas de que eso sea así.

    El problema de profundizar en todas estas ideas es que podemos pasar de la religion a la filosofía o incluso a una religion filosofada que al final no nos llevara a ningún lado, o quizás y solo quizás nos haga ver la verdad de todo esto. Lo que si que es cierto que algunos temas se me escapan a la razón, aunque usar la razón cuando se habla de Dios es como hacen los ingenieros cuando simplifican todo a un punto en el espacio, se termina perdiendo la perspectiva. Dios todopoderoso, infinito en su bondad, así como en su crueldad, Infinito todo El, pero capaz de castigar a toda una eternidad de pesares sin nombre por cometer un acto impuro por ejemplar que haya sido en vida? o colmarte de gloria pese a llevar una vida impía y en el ultimo segundo abrazar la fe y el arrepentimiento de corazón?. No se, son muchas preguntas las que quedan sin respuesta o las que terminan encontrándose en una encrucijada donde si tomas un camino niegas los otros tres.

    Desde luego no es un tema que se pueda hablar en dos lineas y casi ni siquiera en cuatro, lo que si que esta claro es que seguiré leyendo cada una de las entradas del blog y las reflexionare porque no hay nada mas enriquecedor que poder confrontar ideas distintas a las propias.

    Sldos

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    1. Hola qué tal. Gracias por escribir y por tu opinión. Algunas de las conclusiones que expresas no coinciden con mi manera de pensar, posiblemente porque no me he sabido explicar en este o en otros artículos del blog. Así que me centraré en aclarar algunas cuestiones: Puesto que hablas del “Dios verdadero”, y no dices nada contrario al respecto, sobreentiendo que profesas alguna de las corrientes cristianas que existen en la actualidad. Mi fe está basada única y exclusivamente en la revelación bíblica, desde Génesis a Apocalipsis. En esos libros las cuestiones principales están claramente definidas, y un estudio sistemático y profundo muestran con claridad las bases: el pecado original, la salvación por gracia, la Trinidad, la divinidad de Cristo, su encarnación, que fue concebido por el Espíritu Santo de María virgen, su muerte expiatoria en la cruz que canceló de una vez y para siempre nuestra deuda con el Padre, su resurrección corporal de entre los muertos y posterior ascenso a los cielos. En cuestiones menores que no repercuten en la salvación caben distintas interpretaciones. Por ejemplo: la Biblia enseña contundentemente que Cristo vendrá por segunda vez para establecer Su Reino. La primera vez vino como cordero para morir en la cruz y pagar por nuestros pecados, y la segunda vendrá como Rey. Pero los detalles concretos sobre si los juicios mostrados en Apocalipsis son literales o metafóricos antes de su segunda venida, ahí cabe la interpretación. Pero lo dicho: los temás fundamentales y necesarios están claramente explicados en la Biblia, y por eso hay que escudriñarla, como Jesús mismo le dijo a los judíos (cf. Juan 5:39), como hacían los de Berea (cf. Hechos 17:11), aún siendo el mismo apóstol Pablo el que les hablaba. De lo contrario, creeremos lo que otros nos hayan enseñando, lo que nos digan o lo que nosotros mismos queramos creer porque sea lo que más nos convenga.
      El mensaje de mi propio testimonio (que no tiene nada de extraordinario) es solo uno más de los millones que se han dado y se siguen dando desde que Jesús le dijo a los discípulos que fueran por todo el mundo y predicaran el Evangelio, el mensaje de salvación. Cuando habla Juan en Apocalipsis dice que vio una multitud que nadie podía contar “de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos” (Ap. 7:9). Ahí cabrían todos esos millones de testimonios. Esas vivencias personales están sujetas a las circunstancias que vive cada persona en su vida; algunas son buenas y otras son malas. Y Dios se sirve de ellas para llegar a nosotros. Algunos son alcanzados tras pasar experiencias terribles en sus vidas, y otros que tenían una buena vida sencillamente alguien les predicó y Dios les “habló” igualmente. Pero sea cual sea el testimonio, el mensaje del Evangelio no varía. Y creer no es la mera aceptación intelectual de una verdad puesto que podemos decir “creo pero vivo como me da la gana”. Santiago dice que incluso los demonios también creen. Pero, en términos bíblicos, el que dice que ha creído ese Evangelio, vive en consonancia. De lo contrario, es pura hipocresía. Por eso Jesús dijo: “por sus frutos los conoceréis”.
      Por otro lado dices: “Dios todopoderoso, infinito en su bondad, así como en su crueldad, Infinito todo El, pero capaz de castigar a toda una eternidad de pesares sin nombre por cometer un acto impuro por ejemplar que haya sido en vida? O colmarte de gloria pese a llevar una vida impía y en el ultimo segundo abrazar la fe y el arrepentimiento de corazón?”. Para no repetirme, te remito aquí:
      http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html
      Espero haberme expresado algo mejor en esta ocasión. Gracias y hasta otra.

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  2. El ateo francés que se convirtió en teólogo y hoy predica a Cristo: http://www.cristianosaldia.net/index.php/Mundo-Cristiano/El-ateo-frances-que-se-convirtio-en-teologo-y-hoy-predica-a-Cristo.html

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